Ya no teníamos que vivir en tiendas de pieles, porque ya no nos queríamos ir a ningún sitio. Allí, junto al bendito Río Tigris, habíamos encontrado nuestro paraíso terrenal. Porque al domesticarlo ya no era nuestro demonio, sino nuestro dios.
Incluso supimos que el Río quería que nos quedáramos junto a él, pues además de la agricultura y el riego, nos enseñó a construir casas: con su barro y sus matojos hacíamos ladrillos que se secaban al sol. Con los troncos de sus palmeras hacíamos pilares maestros; y con los juncos de sus orillas tejíamos los techos. Y nuestra querida Uruk empezó a crecer con casas rojizas y calles sinuosas. Con los ladrillos del Río también hicimos muros, canales de riego, templos, torres y graneros.
Muy pronto vinieron otros clanes y otras ciudades empezaron a nacer junto a Uruk: Ur, La Bendita; Eridú, la Blanquísima; Larsa, La de las Puertas en los Tejados; Lagash, La del Bello Templo; Babel, La de La Alta Torre…
Nuestra familia humana crecía en número y sabiduría. Ya no funcionábamos por el azar ni por los caprichos de la Naturaleza. Habíamos aprendido a ocupar y transformar cualquier ecosistema, aunque no fuera el nuestro. Uno de nuestros sabios nos contó que en el Principio éramos frágiles muñecos de barro sometidos a la tierra. Pero que un Dios con forma de serpiente nos dio a comer unos frutos que nos convirtieron en casi-dioses. Por eso podíamos dominar cualquier rincón de la Tierra. Sí. Si dominábamos al Río podíamos conquistar la Tierra.
Un día nos juntamos todas las ciudades para dar un nombre a aquella región abrazada por los Ríos Tigris y Éufrates. Era justo, pues ahora era nuestra tierra. Gilgamesh de Ur la quiso llamar “El Edén” y Gudea de Lagash “El Paraíso”. Pero al final ganó por mayoría el llamarla, simplemente, “La Tierra entre los dos Ríos”… O lo que es lo mismo: Mesopotamia.
Pero no nos engañemos. Aquel territorio era inmenso y, aunque estaba en medio de los dos grandes ríos, las condiciones naturales eran muy desfavorables. El clima era completamente desértico y sólo llovía muy de vez en cuando. ¡Cuentan que una vez estuvo sin llover durante siete larguísimos años! Bueno, y otras veces cuando llovía, lo hacía con tanta fuerza que todo se inundaba. Un tal Sem, hijo del hijo del hijo de Noé, nos contaba la historia de un gran diluvio que cubrió toda la tierra durante cuarenta días. Mas nosotros somos “El Hombre”. Y vencimos a la Naturaleza y ordenamos aquel caos.
Como ya éramos muchos, nos organizamos para llevar a cabo la primera gran revolución de nuestra historia. Nuestras ciudades se convirtieron en Estados y entre todos llenamos Mesopotamia de canales de riego que partían desde los grandes ríos y recorrían toda la faz de la tierra. Con ellos convertimos aquel desierto en un vergel y toda La Tierra entre los dos Ríos se pintó con el amarillo, el verde y el rojo de nuestras cosechas. Los canales eran grandes trasvases que llevaban el agua hasta las zonas donde no la había y, a la vez, detenían el furor de los ríos cuando bajaban enfadados y rebosantes tras las lluvias torrenciales. Y ya no hubo más diluvios que inundaron el mundo. Y aquella tierra, nuestra tierra, gracias al riego, empezó a llamarse, además, “La Media Luna Fértil”. Ese fue, desde sus orígenes, el primer deber de nuestros jefes: excavar canales, gestionarlos y establecer los sistemas de riego.
Y el riego no sólo nos dio grandes cosechas y un inmenso bienestar. También nos trajo otras muchas cosas. Gracias a él y a los excedentes agrícolas, nació el comercio con otras zonas de la tierra. Pueblos nómadas llegaban hasta nuestras ciudades para comprar nuestro grano, nuestras verduras y nuestras frutas. Y con el excedente también nació el tiempo libre, y muchos de nosotros nos dedicamos a otras cosas “innecesarias”, como el arte, la filosofía o la política.
Los canales de riego fueron tantísimos que tuvimos que registrarlos de alguna forma: Hacia qué campos iban, cuánta agua llevaban, cuándo le tocaba regar a cada agricultor y en qué horas del día. También las transacciones mercantiles de las tierras y las grandes cosechas. Ah… Y los impuestos. Así, gracias al riego, nació la Escritura. Y la primera civilización de la Humanidad: Súmer.