El hijo del Sicómoro (I)

Mi padre era Hati-a-en Niut, el arquitecto del Faraón en la blanquísima Tebas. Su trabajo era el más importante de todos los trabajos de la Tierra de Egipto: construir los canales de riego del Nilo. Sí. El más importante de todos los trabajos, pues Egipto es el Nilo y el Nilo es Egipto. Y ninguno de los dos existiría sin el otro. Y sin hombres como mi padre, el Nilo sería como un gato salvaje, que a veces se deja acariciar y duerme en nuestra cama, otras desaparece durante muchos días y otras se nos tira al cuello a arañarnos.

Mi madre era Tuyi, aguadora de la capilla de Osiris. Su función era dar de beber todos los días a la estatua del Dios. Por eso, con este padre y esta madre, era normal que yo naciera a las orillas del Nilo, bajo las frescas ramas del dulcísimo sicómoro. Por eso mi nombre es Sanehet, El Hijo del Sicómoro.

Mi padre me enseñó todo el conocimiento de amansamiento del Nilo y los sacerdotes de Osiris el arte de las letras, del tiempo y de las estaciones. Con toda esa sabiduría en las alforjas me despedí un día de la casa de mi padre y viajé por el Nilo hacia el sur, para conocer el país de mis antepasados y mis dioses.

El primer día pasé por las grandes ciudades de Armant, Gebelein y Tod, que formaban el cinturón defensivo de Tebas. Por eso se veían muchos barcos militares que se mezclaban con una legión de pequeñas barcas que llevaban todas las mercancías del mundo: telas de Memphis, piedras de Quban, abejas de Antínoe, salazones de Tanis, Esparto de Uali, armas de Avaris, pelucas de Abydos, embutidos de Cusa… Incluso de más allá de las fronteras de Egipto llegaban productos por el Nilo: Lana de Canaán, lingotes de cobre de los Hititas, carros de combate de los Mittani, caracoles de Creta, madera del Líbano, joyas de Siria… Miles de hombres y mujeres de toda raza y religión, llegados también por el Nilo, invadían todos los rincones afanados en sus quehaceres cotidianos. Igual que en Tebas, sus canales de riego eran muchos y bien cuidados, algunos tan anchos que los barcos entraban por ellos como si fueran calles de agua. Ellos, los canales, eran los verdaderos protagonistas de tanto progreso y exuberancia. A lo lejos, más allá de las ciudades, los campos mostraban cuadrículas perfectas que pintaban el paisaje con tantos colores como los dibujos de las tumbas. Dormí en el barco plácidamente mecido por la eterna danza del Nilo.

El segundo día llegué a Esna y el capitán arrimó el barco hasta el puerto. El bazar era un gran hormiguero sin orden aparente y en sus puestos se ofrecían frutas y verduras de miles de apetitosos colores. Eran los benditos frutos del riego del Nilo, por eso se veían múltiples altares con la estatua azul del dios Hapi. Empachado por tan apetitosa abundancia, dormí esa noche bajo un techo de palmeras y estrellas, arrullado por el susurro del agua. Sí. Aquella noche creí que todo era perfecto en el País del Nilo. Un país bendecido por los dioses donde hombres y bestias descansaban seguros junto al río.

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